martes, 29 de noviembre de 2011

Memorias de metal. Uno: Una llama en el firmamento.


Cerré los ojos mientras escuchaba aquellos tenues acordes de guitarra que resonaban en mis oídos.
Una simple, perfecta y bella lágrima acarició suavemente mi rostro, evocando recuerdos que se hallaban muertos. Como tú. Mi perfecto compañero de juegos. Me acompañaste el día de mi renacimiento y durante todo el resto de mi vida.

Hasta que desapareciste. Tu corazón negro dejó de respirar y se detuvo en un momento fantasmagóricamente hermoso.

Volví a imaginarte, tan alto como siempre. Tu cabello negro, corto y alborotado. Tus perfectas facciones. Aquellos ojos azules como el hielo, que me hacían arder por dentro. Rodeados por una fina capa de maquillaje negro, siempre sabían cómo sonreírme y hacerme sentir viva. Tu nariz, perfectamente proporcionada, y tus labios gruesos pero en su justa medida, que fueron los mejores que besé en la vida.

Di un grito. Me dolía el corazón, porque ya no estabas. E incluso, un año después de tu muerte, aún me sentía muerta sin ti. Muerta en vida.

Me levanté de la cama y encendí una vela. Humedecí el dedo y acaricié la pequeña llama. La llama que me decía que, quizás, en alguna parte del mundo, o, solamente en mi corazón, estabas vivo. Que me esperarías, que te encontraría, te abrazaría y nunca te soltaría, porque no iba a volver a dejarte morir, dejando un pétreo cadáver de dieciocho años en mis brazos como la última vez que vi tus ojos abiertos.

Me mordí el labio y dejé que las lágrimas cayeran sobre la vela, que no se apagaba, seguía encendida, como tú en mi interior. Alcé la vista y vi en el espejo mis ojos castaños enrojecidos de tanto llorar. El gorro de lana verde que me regalaste en mi decimoséptimo cumpleaños seguía cubriendo gran parte de mi pelo rubio oscuro -tan largo como a ti te gustaba-, y mis labios estaban quemados del frío.


Acerqué mi nariz a la vela, tan recta como ella, y percibí el embriagador olor a frutas rojas que tanto te gustaba.


Me desnudé delante del espejo, esperando un abrazo desde atrás como solías hacer, pero solo respondió el  frío de aquella noche de invierno.


Entonces apareciste detrás de mí. La estancia se llenó de colores rojo, blanco y azul. El tiempo se paró, y era solo para los dos.


–Estaba esperándote –dije.
No se escuchó el más mínimo sonido. Estabas demasiado ocupado besando mi cuello.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Tu piercing labial me recorría el hombro, y el metal me helaba la sangre. Tu mano me sujetó la cintura y comenzamos a besarnos de espaldas al espejo. Entonces, separaste de mí tus labios sin dejar de abrazarme y comenzaste a hablar.
–Hola –respondiste.
–Te echo de menos.
–Ya lo sé. Por eso he venido.
–Podrías visitarme más a menudo.
–Sabes que no puedo.


Pausa. Todo volvió a su color.
Volvía a estar sola.


Deseando que todo volviese a ser como antes, me metí en la cama y dejé que el frío acariciase mi cuerpo desnudo.

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