Sabía que no estaba bien lo de fumar. A ti no te gustaba que lo hiciese, pero ya no estabas, así que me daba igual. Tampoco que condujese sin carné con el coche de mi difunto tío. Sin contar que aún no había cumplido los dieciocho.
Subí el volumen de la radio. Sonaba "All the money or the simple life honey" de The Dandy Warhols, así que dejé sonar la música y me dejé llevar.
A través de los cristales del coche se colaba la luz del sol, aunque eso no quitaba que hiciese frío. Seguía siendo invierno aunque el cielo no pensase lo mismo.
El viento que entraba por la ventana del asiento del conductor me helaba las entrañas. Quizás si no fuese en tirantes en esa época del año ayudaría, pero lo cierto es que el frío me reconfortaba. Me recordaba a ti.
Aunque estuvieses helado, para mí estabas cálido. Fuiste mi refugio en los días en los que la muerte y la amargura me acechaban.
Te imaginé acariciando mi pelo, tus dedos del color de la nieve formaban un contraste precioso con el naranja con reflejos rojos. Todo parecía más fácil cuando estabas conmigo.
Se hacía de noche, y el cielo comenzó a adquirir un tono morado. Ya me acercaba a nuestro antiguo refugio. Faltaba poco para el desvío. Entonces, todo comenzó a ralentizarse. Mis movimientos, la música, el velocímetro. Los colores comenzaron a desaparecer. El blanco, el rojo y el azul remplazaron el naranja del atardecer.
El cigarro se me cayó de la boca.
Apareciste frente al que ya era mi coche. El torso desnudo, pantalones negros con tirantes caídos a los lados y descalzo.
Conocía muy bien ese atuendo. Abrí la puerta del vehículo rápidamente y corrí hacia ti. Al lanzarme hacia tus brazos, me encontré con la nada.
Arrodillada en el asfalto, me sequé las lágrimas. Sabía que seguías allí, aquella particular mezcla de colores te delataba.
Escuché un golpe fuerte y seco. Solo podías ser tú. Éramos los únicos que podían moverse en aquel lugar más allá del tiempo.
Era una señal. Y venía del camino hacia nuestro particular santuario. Decidí seguir el camino a pie.
La oscuridad me acechaba. Si me perdía en aquel lugar que no entendía de tiempo, jamás podría volver a mi vida.
Faltaba poco para llegar.
Y allí estabas. Bajo el árbol, sobre la losa de piedra en la que escribimos nuestros nombres cada cada uno con la sangre del otro.
No me moví. Esperé a que te acercases.
Me acariciaste la mejilla y me besaste el cuello.
Acercaste tus labios a mi oreja y casi pude sentir el vaho en mi oído.
-Tenemos que dejar esto. Estoy muerto.
-No me importa.
-Olvídame. No puedes seguir toda la vida enamorada de tu novio muerto.
-No me importa -dije mientras besaba tu pecho.
-No es sano. Llegará un día en el que no puedas llamarme. No tendrás fuerzas.
-No me importa -tuve que ponerme de puntillas para poder besar tu hombro.
Desabroché tus pantalones.
-No... me importa -suspiraste.
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