jueves, 21 de julio de 2011

La viuda negra: Capítulo I: A las cinco horas del día cinco


El teniente de policía Blake Evans miró por última vez el cuerpo del fallecido antes de que lo introdujesen en la bolsa para transportarlo a la morgue.

–¡Evans!
 Blake se dio la vuelta. Era el sargento James Scott, ése que el capitán Mattews insistía en que no debía despedir –aunque fuese un total incompetente–.
–¿Qué hay?
–¿Te vienes a tomar algo con Matthews y conmigo?
–Estoy resolviendo un asesinato, cosa en la que tú deberías estar ayudándome. No me des más motivos para despedirte, Scott.
–Enrróllate, tío, es viernes por la noche...
–Adiós, sargento.
–A la mierda. Tú mismo.
 Se dio la vuelta y levantó el dedo corazón mientras cerraba los otros cuatro dedos en un puño.

 Blake estaba harto de Scott. No le podía despedir porque era el mejor amigo del capitán, pero había cosas que no podía tolerar.
 Para despejarse, Blake siguió trabajando en el caso. La víctima, que respondía al nombre de Arthur Powell, había mantenido relaciones sexuales antes de morir –sin ningún tipo de violación–, murió estrangulado y había sido llevado a los tribunales por infidelidad, tal y como las otras cinco víctimas que se habían encontrado en los últimos cinco meses.

 Siempre el día 5 de cada mes. No había huellas en el cuerpo ni en la escena del crimen, como si nadie hubiese estado nunca allí. La televisión, encendida, con un VHS que tenía un mensaje en japonés, que traducido decía:

"Habéis sido malos y os habéis acostado con otra mujer diferente a vuestra esposa. Eso no está bien. Despedíos del mundo y decidle hola al infierno.

–Mia"

A las cinco horas del día cinco recibían una llamada anónima de una mujer que les decía el lugar y el nombre de la víctima y después colgaba.

Blake estaba harto de jugar al ratón y el gato. Mia –si de verdad se llamaba así–, siempre se les adelantaba y nunca la encontraban en la escena del crimen, o, al menos, una prueba que les condujera a ella.

Decidió abandonar y condujo en su Subaru Outback de color azul en dirección a casa.

Abrió la puerta y anunció su llegada, pero no contestó nadie. Blake fue al salón y se encontró con su esposa, Irene, sin apartar la vista la televisión, como de costumbre.

Blake miró hacia la mesa de café para ver que los tres platos que ponía cada mañana en la mesa estaban vacíos. Uno era el desayuno, el segundo el almuerzo y el tercero la cena.
Era la única forma de que su esposa comiera.

Desde que su hijo Jess había muerto hacía dos años en un accidente de moto no hacía otra cosa que ver la televisión, que estaba encendida todo el día y toda la noche. Irene dormía en el sofá –con la tele encendida– y al despertar seguía viéndola.

Blake suspiró. Era hora de ducharla.
El baño era una de las partes más difíciles del cuidado de Irene desde que Jess había muerto.

Blake cubrió el sofá con el plástico azul, cogió la manguera del jardín, la introdujo en casa por la ventana y la abrió. El agua comenzó a salir de la manguera con poca intensidad –Blake la había modificado para poder usarla para tal fin– y desnudó a su esposa. Ella no se inmutaba ni reaccionaba ante el agua helada que procedía de la manguera.

Al acabar, Blake la secó y lo volvió a dejar todo como estaba. Lavó los platos de la comida de su esposa y se preparó un sándwich. Al acabar, se dirigió al salón y dirigió una última mirada a su esposa a través del cristal de sus gafas.

–Buenas noches –dijo. Y apagó la luz del salón.

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